El continente africano cuenta con una amplia experiencia adquirida a lo largo de los años en gestión de epidemias (ébola, sarampión, cólera, VIH, etc.), especialmente en estrategias de prevención y trabajo comunitario, así como en la capacidad organizativa ante la escasez de recursos humanos y materiales. Sus gobiernos tienen experiencia en implantar mecanismos de vigilancia, reestructurar centros sanitarios o levantar hospitales de campaña. Los protocolos habituales son simples y sobre todo muy pragmáticos. Además, es probable que la población sea más receptiva a recibir mensajes de normas de control de la infección y aceptarlas, como, por ejemplo, el lavado de manos o la distancia de seguridad, medidas ya implementadas a raíz de epidemias previas, como, por ejemplo, la del ébola.
Los CDC de África también han establecido el Fondo de África para la Respuesta a la COVID-19. Gracias al Fondo de Solidaridad para Proyectos Innovadores (FSPI), las embajadas de Francia en África financian proyectos de formación e investigación en salud (en 2020, la financiación asciende a 1,4 millones de euros). A modo de ejemplo, en el marco de los FSPI, el MEAE financia puestos de ayudantes técnicos-investigadores en salud en los Institutos Pasteur africanos y en la ANRS y concede subvenciones excepcionales para apoyar iniciativas locales.
Otras causas puramente técnicas, como un cómputo erróneo, un infradiagnóstico de COVID-19 por falta de medios para el cribado o la confirmación diagnóstica, o un mal reporte de los fallecimientos (no atribuidas a COVID-19) podrían explicar el bajo número de casos detectados. El subregistro de casos de cualquier enfermedad, incluida la COVID-19, es un problema crónico en aquellas áreas donde los medios diagnósticos están limitados. En los países más ricos, el infradiagnóstico ha sido y sigue siendo evidente por lo que es muy plausible que en las zonas con menos recursos este problema sea aún mayor. El acceso a PCR es más que limitado y el diagnóstico clínico es muy complicado por la sintomatología poco específica y similar a la de otras infecciones (malaria, neumonía, etc.) también endémicas. Por citar un ejemplo, el número de pruebas médicas de coronavirus realizadas por cada millón de habitantes ha sido de 27.485 en Sudáfrica o de 1.319 en Egipto, comparado con 116.544 en el Estado español. Reconociendo estas limitaciones, también es cierto que incluso en los países de África donde más personas se han testado, como Senegal, el índice de contagios sigue siendo menor.
La epidemia llegó más tarde, hubo más tiempo para prepararse y, sobre todo, una rápida y adecuada respuesta de los gobiernos con el toque de queda, la sensibilización y la limitación de la movilidad. Sin embargo, no se ha llegado a imponer el confinamiento total en países donde la población sobrevive a diario bajo el yugo de una economía de subsistencia y donde las medidas de confinamiento podrían desembocar en tensión social, e incluso en hambrunas generalizadas. Conscientes de ello, y de su limitada capacidad de respuesta rápida ante un aumento exponencial de casos, la mayoría de los países impusieron rápidamente medidas restrictivas precoces con el fin de contener el virus y evitar el colapso del sistema sanitario. Aún es pronto para extraer lecciones y evaluar el posible éxito de estas medidas precoces, pero está claro que los países africanos están mucho más familiarizados con las urgencias sanitarias y las epidemias que el resto del mundo, y quizás en este caso su actuación precoz ha sido un buen ejemplo de lo que se debe hacer inicialmente, incluso en ausencia de evidencia de transmisión autóctona.
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